Con sólo dos largometrajes a sus espaldas, el venezolano afincado en España Andrés Duque se ha convertido en uno de los cineastas más aplaudidos por la crítica especializada y ha comenzado a ser uno de los nombres obligados en los festivales internacionales. Muy posiblemente nunca estrene en salas comerciales. No es algo que él persiga. Desde su mediometraje «Ivan Z», Duque inició su andadura por la experimentación fílmica a caballo entre la ficción y el documental, muchas veces en esa difusa línea que separa ambos mundos que no necesariamente tienen que caminar por separado.
Tras su paso por Rotterdam, Pamplona, Las Palmas y Barcelona, he podido ver en Madrid «Ensayo final para utopía», segunda película en dos años del autor, que continúa la nueva vía autobiográfica que se inició en «Color perro que huye» y que aquí se traduce en un viaje a Mozambique y un homenaje a su padre fallecido, al que acompañó en su últimos días de vida.
Como el personaje de Harvey Keitel en «La mirada Ulises», Andrés Duque comienza «Ensayo final para utopía» con la búsqueda de una película filmada años atrás, concretamente en Mozambique en el momento de liberación del país. Durante ese proceso, el director supo que su padre estaba gravemente enfermo y decidió ir al encuentro en Venezuela con su cámara para estar con él en sus más que probables últimos meses. Con todo ese material grabado, el director se sentó en la sala de montaje (el lugar donde – según él – comienza a sentirse cineasta) y creó una de las películas más fascinantes que ha dado el cine en mucho tiempo.
«Ensayo final para utopía» es una película de sensaciones, donde los protagonistas son los cuerpos, activos e inactivos, llenos de vida y a punto de morir, en movimiento real, en movimiento ralentizado e incluso en movimiento interrumpido por decisión del cineasta, que congela a las personas en foto fija mientras dan saltos por la calle. Duque usa la exaltación de la liberación de un país hasta entonces encadenado a través del frenesí de la danza y con su cámara capta los bailes de los mozambiqueños actuales, tan llenos de vida como los de la generación que vio que todo es posible. Pero luego llega la muerte al universo de Duque y, en una hermosa declaración de amor tanto por su padre como por el cine, hace que los cuerpos se sigan moviendo para llenar de vida los últimos coletazos del progenitor, única persona que tiene voz en una película casi muda. Duque usa sonido ambiente y algunos temas musicales, pero decide mantener en silencio todas las secuencias en las que vemos a los personajes danzar, creando una sensación de película fantasmagórica e inquietante que encaja perfectamente con el sentido final de la misma.
Veo el mismo entusiasmo en la forma de hacer cine de Andrés Duque que en la de José Luis Guerín (ambos necesitan una cámara para poder salir al mundo y hay un poco de «Guest» y «Recuerdos de una mañana» en la última obra de Duque) y afortunadamente para nosotros es un entusiasmo contagioso.
Preguntado por la crisis que vive el cine español en la actualidad debido a la rebaja en las subvenciones, Duque ha comentado que esa crisis no le afecta. Es un tipo que jamás ha pedido una subvención a nadie, que hace el cine que se puede costear y que lo hace como diversión, no como forma de ganar dinero. Yo interpreto que más que por diversión es por necesidad. Que grabar y montar para dar a luz un punto de vista sobre el mundo está en su esencia. Que esa esencia no puede existir sin independencia total. Y yo os ruego que descubráis – si no lo habéis hecho ya – a este cineasta esencialmente independiente.